martes, 27 de mayo de 2014

Los ZAPATOS Grises

Tenía miedo a los ojos. Caminaba siempre mirándose los pies. Los suyos y los de los otros. La llegada de los semáforos sonoros le sirvieron de gran ayuda, y cuando los semáforos no cantaban su color verde volvía a mirar los pies. Los pies de los otros. Si estos comenzaban a caminar, él caminaba. Sólo una vez casi le atropellan. Desde ese día supo que debía seguir a muchos pies, no a uno solo. Hay pies que buscan la muerte.
Según su estado de ánimo seguía a unos u otros zapatos  y casi podía apostar a dónde  le iban a llevar esos pies sin equivocarse.
Aquella mañana el peso de las nubes sobre su cabeza le hizo escoger aquellos. Habían sido depositados por su dueña en el borde de la acera. Parecía que temblaban. Eran grises como ese cielo plomizo que les protegía hoy de cualquier amenaza de felicidad.
El semáforo comenzó a cantar. Los zapatos grises, que se habían mantenido al borde de ese precipicio de diez centímetros, cayeron durante un segundo para seguir temblando, pero  esta vez sobre la firmeza del asfalto. 
Era la primera vez que no sabía a dónde iba. En realidad, nunca lo sabía, pero sí lo intuía. Era la primera vez que sus pies temblaban, a cada paso, como los de ella.
Caminaron durante horas. Sin darse cuenta, el asfalto se había vuelto blando. Sus pies se enterraban en la arena negra y los zapatos grises, antes temblorosos y pesados, parecía que flotaban. Se detuvo. Ellos también. Ya no había semáforos que cantaban el ritmo de los pasos, ahora eran las olas las que lo hacían. Y, por primera vez, quiso saber más. Quiso saber qué ojos acompañaban a esos pies. Y lo hizo. Los miró. 
Los zapatos grises aún permanecen ahí, entra las rocas. Los que no eran grises siguen flotando, persiguiendo a las olas.